MEMENTO PARK, LOS ESPECTROS DEL COMUNISMO

Enterrar el pasado, destruir las pruebas de su existencia, quizás sea el camino más fácil.

Por eso, la decisión que el gobierno húngaro tomó en 1993 cuando inauguró un recinto a las afueras de Budapest, donde reunió decenas de esculturas que a lo largo de las más de cuatro décadas de régimen comunista habían ido ocupando las calles y plazas de la ciudad, puede al menos calificarse de valiente.

Lejos de ser una época amable para la sociedad húngara, la instauración de un régimen comunista significó la perpetuación de la condena impuesta por los vencedores que les derrotaron e invadieron en la Segunda Guerra Mundial.

A diferencia de otros países que quedaron tras el telón de acero, Hungría no fue liberada del yugo de los nazis, sino que fue derrotada junto a ellos.

Su oposición a los soviéticos pronto quedó de manifiesto al ser protagonistas de la sangrienta revolución de 1956, que sólo sirvió para reafirmar que el régimen de Moscú no iba  a permitir ninguna fisura ni a demostrar la menor debilidad tras la desaparición de Joseph Stalin, su líder más implacable. Treinta y tres años más habrían de pasar para que, tras aquella derrota, se filtrara un rayo de libertad.

Hoy, el parque de las estatuas es un lugar descuidado, una ventana abierta al pasado en una época decadente. Visitarlo es un ejercicio increíble de retrospección y más allá del significado de cada una de las impresionantes esculturas, algunas de un tamaño desmesurado, contemplarlas permite revivir por un momento esa sensación de fuerza que el régimen comunista quería transmitir a través de sus fastuosos iconos.

La insignificancia del individuo queda patente ante la grandiosidad de algunas imágenes y poder contemplar cara a cara la figura de un Lenin arrojado de su pedestal hace que la experiencia valga la pena.

Para los españoles que nos acercamos a este mausoleo perdido también resulta emocionante descubrir entre aquellos fantasmas, la escultura que recoge los nombres de los lugares que se hicieron tristemente famosos en nuestro país durante la Guerra Civil. Allí, con nuestras ciudades escoltadas por soldados sin rostro con el puño en alto, se recuerda a los jóvenes húngaros que, como brigadistas, en 1936 dejaron atrás sus hogares para defender nuestra II República.

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No creo que el significado de este memorial se pueda equiparar al de los que le rodean, pero es comprensible que, en el afán por borrar de las calles cualquier huella de la etapa comunista, no se hicieran distingos.

Una década después de la inauguración del parque, se instaló en el exterior la reproducción de lo que se convirtió en uno de los símbolos de la Revolución del 56, la tribuna sobre la que se erguía la inmensa estatua de Stalin en Budapest y sobre ella las botas del dictador, que fue lo único que permaneció en pie cuando fue derribada por los manifestantes.

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Junto a ella se levanta un precario edificio en cuyo interior, alrededor de otra reproducción inmensa de las siniestras botas, podemos contemplar una exposición que narra los sucesos que se produjeron en los días del levantamiento contra la Unión Soviética.

En una sala contigua el espectáculo se completa con la proyección de una vieja película que describe los métodos de espionaje que la policía política utilizaba para tener un absoluto control sobre los ciudadanos y atajar sin miramientos cualquier brote de disidencia.

No se tarda demasiado en recorrer todo el recinto y es mayor sin duda el tiempo que se emplea para realizar el trayecto hasta este apartado lugar, pero cuando montado en el autobús 150 regreso hacia la estación de metro en Kelenföldi Pályaudvar que me devolverá al centro, no puedo dejar de pensar en que el esfuerzo de llegar hasta aquí ha valido la pena.

Pocos lugares existen en los que el pasado se haya podido congelar, y en Memento Park, entre aquellos gigantescos espectros, se puede sentir por un momento el estremecedor aliento del totalitarismo comunista.

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Hoy, con la perspectiva histórica, sabemos adónde condujo y las terribles consecuencias que tuvo pero, equivocado o no, rigió el destino de millones de personas durante décadas.

Lejos de defender o demonizar el sistema comunista, al que algunas sociedades llegaron tras procesos revolucionarios y como respuesta a una situación de total opresión y desigualdad y, a pesar de que en la práctica se convirtieron en estados policiales que eliminaron la libertad del individuo, no se puede obviar el papel de contrapeso que durante gran parte de nuestra historia reciente ejerció frente a la voracidad del capitalismo.

Un sistema capitalista que desde que, a finales del siglo pasado asistió al derrumbe del  socialismo, se ha lanzado a una frenética carrera global que en pos de una falsa libertad y de la búsqueda del máximo beneficio, agiganta día a día las desigualdades y nos acerca peligrosamente hacia un futuro incierto.

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